Aunque las posibilidades del magnate de llegar a la Casa Blanca son reales, Hillary sigue siendo la más opcionada para suceder a Obama.
Estados Unidos se asoma el 8 de noviembre a un momento político sin parangón desde su Declaración de Independencia en 1776.
Este martes los votantes, en una nación de 320 millones de personas, deben escoger al nuevo inquilino de la Casa Blanca en unas elecciones presidenciales en las que compiten los dos candidatos más impopulares de la historia norteamericana.
Por un lado, y a nombre del Partido Demócrata, la ex secretaria de Estado, exsenadora y ex primera dama Hillary Clinton, de 69 años, con una imagen favorable que apenas supera el 40 por ciento y que en los sondeos es calificada como una mujer manipuladora, no confiable y convencida de que la ley es para todo el mundo menos para ella. Por el otro lado, con la bandera del Partido Republicano, el candidato es Donald Trump, un magnate neoyorquino de 70 años, racista redomado, agresor de mujeres, lenguaraz sin atenuantes y evasor de impuestos.
Así de simple y de lamentable está el patio electoral en la democracia más antigua del planeta, mientras el resto de la Tierra contiene la respiración del susto. ¿Quién ganará, se preguntan de París a Vancouver y de Helsinki a Buenos Aires? ¿Quién tendrá en su poder el llamado botón nuclear? ¿Quién tendrá bajo su mando al Ejército más poderoso del mundo? La respuesta es que nadie lo sabe a ciencia cierta, especialmente cuando los encuestadores han fallado en otras latitudes como en el brexit del Reino Unido o en el plebiscito en Colombia.
El lío es que en Estados Unidos todas las encuestas dan resultados distintos. A modo de ejemplo, a finales de la semana pasada el sondeo de The New York Times y CBS News le otorgaba a la señora Clinton un 45 por ciento y a Trump el 42 por ciento, y pocas horas antes otra encuesta de Los Angeles Times y la Universidad del Sur de California le adjudicaba a ella el 43 por ciento y al magnate el 48 por ciento.
La campaña ha sido feroz. Trump inició la suya manifestando que desde México llegan “muchos violadores y criminales”. La siguió advirtiendo que cerraría la entrada en las fronteras a los musulmanes. Dijo que si él le pegara un tiro a alguien en Manhattan no perdería un solo voto. Se burló de veteranos de guerra como el senador John McCain. Se rio también de un reportero con discapacidad. Y uno de sus videos lo mostró hace pocos años pavoneándose por haber sido capaz de ponerles la mano a las mujeres donde a él le ha dado la gana.
Más de diez lo han denunciado públicamente por hechos de ese calibre. ¿Por qué lo apoya tanta gente?. Porque representa al estadounidense de clase media que no tiene dinero ni educación universitaria, pero sí un rifle semiautomático, para el que los extranjeros son el origen del desempleo, y porque miles de ciudadanos detestan a los Clinton, el epicentro de un establishment que hace lo que quiere en Washington.
A su vez, Trump ha cambiado los términos con los que se habla en Estados Unidos. Ha convertido su inexperiencia política en bandera electoral, y ha hecho que los insultos racistas se vuelvan políticamente correctos. De hecho, aunque el magnate ha dicho que él no es particularmente racista, no ha rechazado el apoyo de grupos supremacistas blancos como el Ku Klux Klan y la suya ha sido la campaña más divisiva desde la del segregacionista George Wallace en los años sesenta.
Hillary Clinton, por su parte, ha hecho una campaña muy profesional, pero poco convincente. Seis de cada diez encuestados esta semana aseguran no confiar en ella. Ni su esposo Bill Clinton en la tarima, ni los discursos espléndidos de un orador como Obama, ni las memorables comparecencias públicas de Michelle, ni los videos de Robert De Niro contra Trump han logrado que ella despegue de verdad.
Es más: las encuestas sostienen que si el candidato republicano hubiera sido el senador por la Florida Marco Rubio o el gobernador de Ohio, John Kasich, ella estaría políticamente muerta. Cómo será de lánguida su campaña y de viejos sus nexos con el poder que casi nadie recuerda ni celebra que, de ganar el martes, sería la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Y como mandataria no lo haría mal.
Porque hay que reconocerle que por su experiencia y preparación no existe otra persona en estos momentos tan capacitada para gobernar al país más poderoso del mundo. La gran pregunta es qué sucederá cuando el martes se conozcan los resultados de los comicios, pues Trump ha dicho que no está dispuesto a reconocer la victoria de Hillary y ha sembrado dudas sobre el sistema electoral norteamericano afirmando que el resultado podría estar amañado. Sea como sea, el próximo presidente de Estados Unidos liderará un país profundamente dividido, en el que las semillas del odio ya están dando sus primeros retoños.
Los estados clave
Algunos estados son decididamente demócratas o republicanos. Otros no, y su resultado puede definir el ganador de la contienda.
Según el sistema electoral norteamericano, los ciudadanos votan para elegir los delegados de su estado al Colegio Electoral, y el candidato que obtenga 270 es el próximo presidente. En la mayoría de ellos el ganador se lleva el total de los delegados, salvo en en Maine y en Nebraska, donde los votos se reparten proporcionalmente a la votación obtenida por cada candidato.
Algunos de ellos son decididamente demócratas o republicanos, por lo que es muy difícil que se produzca un resultado adverso para esos partidos. Pero en otros, llamados swing states o estados columpios, nada está escrito.
Por esa razón basta con enfocarse en unos estados donde la competencia es reñida y su cantidad de votos es sustancial. De estos se destaca Florida, por sus 29 votos electorales. Ganar este estado es una necesidad para Trump.
Si Clinton vence en los 14 estados que han ganado siempre los demócratas desde 1992 y suma Florida, llega a 271 votos electorales y se queda con la Presidencia. Trump, además, tiene que conquistar Ohio, un estado que ha ganado el triunfador desde 1972.
Aquí el magnate cuenta con la ventaja de que el sector que más lo favorece, hombres blancos con bajo nivel de estudio, compone una buena parte del electorado.Hillary la tiene más fácil: basta con que sostenga la llamada firewall de Clinton (Wisconsin, Pensilvania, Michigan, Virginia, Colorado, y New Hampshire), donde las encuestas la muestran ganando por un escaso margen, para llegar a la Casa Blanca.
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