
El acuerdo alcanzado es el mejor posible, no sólo porque permitió acomodar posturas antagónicas sobre cómo poner fin a la violencia, sino también porque creó una oportunidad inédita de promover cambios estructurales para edificar una sociedad pacífica y democrática en el futuro y garantizar así que la violencia nunca se vuelva a repetir. El mayor acierto del acuerdo es que conjuga la necesidad de corregir las injusticias de las atrocidades con la urgencia de impulsar la transformación de los factores de desigualdad y exclusión que permitieron que el conflicto se originara o se perpetuara y que, de no ser modificados, impedirían que la paz fuera sostenible.
La discusión sobre el Acuerdo se ha centrado en algunos de sus detalles más sensibles, como la ausencia de cárcel para los perpetradores de atrocidades que confiesen toda la verdad y reparen a sus víctimas desde un comienzo, o la posibilidad de que estas personas participen en política en condiciones favorables. Es desde luego importante discutir estos y otros detalles, pero al hacerlo no deberíamos perder de vista el bosque en el que estos árboles están sembrados.
El Acuerdo es un todo integral, que sólo puede entenderse si sus detalles se conciben como partes de un conjunto. Y su principal hilo conductor es, sin duda, el propósito de articular las metas de poner fin a la violencia y de transformar las condiciones de desigualdad y exclusión para que la violencia no vuelva a tener cabida.
El título resume con toda precisión la articulación de esas dos metas, al decir que se trata de un acuerdo “para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Las partes fueron lo suficientemente cuidadosas para dejar en claro que el Acuerdo no traerá automáticamente la paz, sino apenas la cesación de la confrontación. La paz requerirá de harto más que un pacto entre el Gobierno y la guerrilla; deberá ser facilitada por múltiples cambios institucionales y respaldada activamente por todos los ciudadanos.
El Acuerdo establece los principios orientadores y los cambios institucionales básicos que permitirán que la sociedad se embarque en ese proyecto colectivo de largo aliento. Pero el éxito del proyecto dependerá de que nos organicemos políticamente, participemos en el proceso de diseño y seamos veedores de su implementación.
Uno de los signos más claros de que el Acuerdo le apuesta a la transformación de la sociedad es justamente que puso la participación como eje central y transversal del proceso de construcción de la paz. Según los considerandos introductorios: “La participación ciudadana es el fundamento de todos los acuerdos”, y ello se manifiesta múltiples veces en cada uno de los seis puntos negociados.
Los ciudadanos participarán no sólo expresando su opinión global sobre el Acuerdo en el plebiscito. Si éste es aprobado, se crearán espacios institucionales de participación a nivel local y nacional para que todos, pero en especial aquellos más afectados por el conflicto y la exclusión, podamos tener injerencia directa en la regulación e implementación de cada cambio pactado. Igualmente, todos los mecanismos de diseño e implementación promoverán la participación de las mujeres y respetarán el derecho a la consulta previa de los grupos étnicos. Además, para garantizar que la participación sea activa y no se limite sólo a esos espacios, sino que trascienda a otras arenas políticas y perdure en el tiempo, el Acuerdo prevé que el Gobierno promoverá la organización colectiva de ciertos sectores, a través de mecanismos como el apoyo a cooperativas campesinas, organizaciones de mujeres, el partido político de los excombatientes y los movimientos sociales que participen en política.
Otro eje clave del Acuerdo para la transformación de la sociedad es la promoción de la presencia y la eficacia del Estado en todo el territorio. Aunque esta es una meta básica que cualquier Estado —progresista o conservador— debería cumplir para ser considerado un verdadero Estado, en Colombia la ausencia y la debilidad estatales han sido tan profundas que, a la fecha, se trata de una mera aspiración. De ahí su carácter transformador: el país será radicalmente distinto si el Estado logra llegar a todos los rincones del territorio, y en especial si lo hace no sólo a través del Ejército sino, como lo prevé el acuerdo, a través de hospitales, escuelas, sistemas de acueducto, alcantarillado y electricidad, carreteras, mecanismos de formalización y catastro de la propiedad, una organización electoral que ofrezca garantías de seguridad a la movilización y promueva la transparencia, y un programa integral de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos que contribuya a la superación de la pobreza y a mitigar el daño ambiental.
Que este tipo de servicios públicos sean accesibles para todos los ciudadanos, y en especial para aquellos que nunca han sido sus beneficiarios, debería ser un anhelo de todos los colombianos, con independencia de su afiliación política o del modo en el que fueron afectados por la guerra. De ello depende, en buena medida, que todos tengamos unas condiciones mínimas de dignidad que nos permitan vivir a la altura de nuestra humanidad. De ningún modo se trata de una transformación revolucionaria o socialista. Primero, porque sucedería de manera gradual y a través de mecanismos democráticos. Y segundo, porque su resultado último sería la existencia de un Estado liberal e igualitario de derecho como el previsto por la Constitución de 1991, cuya principal diferencia con el estado de cosas actual es que los derechos fundamentales serían protegidos a todos por igual, y no sólo a quienes han tenido el privilegio de vivir en zonas con presencia estatal fuerte.
Por ello, no tienen razón quienes afirman que la implementación del Acuerdo conducirá a un estado castrochavista, ni quienes sugieren que el único cambio al que llevará es la cesación de hostilidades. El Acuerdo ilustra lo que un proceso arduo y sofisticado de negociación puede alcanzar: un punto medio entre posturas extremas, que en este caso abogaban inicialmente por la transformación radical e inmediata de la sociedad o por la continuidad del proyecto político y económico vigente.
Al cabo de las negociaciones, el Acuerdo se distancia de esas dos posturas, pues establece las condiciones para cambios estructurales profundos pero graduales y democráticos que requerirán del apoyo y la participación de la ciudadanía para su concreción, y que resultarán, si son eficaces, en un Estado fuerte, incluyente y respetuoso de los derechos de todos. Este punto medio se evidencia con claridad en cada punto del Acuerdo, como lo desarrollo al final de la versión digital de este artículo (**).
El énfasis en los derechos también ilustra el punto medio alcanzado por las partes, así como el potencial transformador del Acuerdo. En lugar de insistir en imponer una visión determinada del tipo de metas económicas, políticas o sociales a las que debería apuntar la sociedad, las partes aceptaron que su desacuerdo al respecto no impedía que sentaran las bases de un proyecto colectivo. Ese proyecto tiene como norte la satisfacción de los derechos, y por ello permite que personas que disienten profundamente se consideren socias de un emprendimiento que busca lograr que todas, sin distinción de género, orientación sexual, raza, etnia, clase o convicción, sean reconocidas como merecedoras de un igual trato de parte del Estado y de un igual respeto de parte de sus conciudadanos.
Este es el mejor acuerdo posible, pues da muestra del esfuerzo real de las partes de dejar atrás posturas extremas y lograr un pacto sobre lo fundamental, sin renunciar por ello al desacuerdo. El pacto tiene la virtud de no enfocarse sólo en el pasado, sino de sentar las bases para construir un futuro distinto y esperanzador. La forma que adopte ese futuro no dependerá únicamente del contenido del acuerdo, sino del modo en el que los ciudadanos lo moldeemos mediante nuestra participación y vigilancia. Ese proceso puede ser transformador en sí mismo, si nos apropiamos de su destino y lo forjamos colectiva y democráticamente.
Pero también existe el riesgo deque, si no nos apropiamos del proceso, éste sea cooptado por quienes no quieren que sucedan transformaciones reales y se convierta entonces en una instancia más de legitimación de la desigualdad y la exclusión. Que esto no suceda depende sólo de nosotros, comenzando por nuestro voto el 2 de octubre.
Por: María Paula Saffon
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